domingo, 21 de noviembre de 2010

Las Horribles Guardianas de la Fe

"...se ha dicho que son las almas condenadas por sus pecados, a las que se impide la entrada en la casa de Dios. Esta podría ser una interpretación apropiada, especialmente, para las gárgolas más visibles y terroríficas, que pueden servir como ejemplo moralista de lo que puede ocurrirle a los pecadores. 





De todas las explicaciones posibles, la más aceptada es aquella que nos habla de ellas como guardianes de la Iglesia, signos mágicos que mantienen alejado al diablo. Esta interpretación puede explicar el porqué de tan diabólicos y espantosos aspectos y su ubicación fuera del recinto sagrado" (fuente).



sábado, 23 de octubre de 2010

Aldea global, ch'enko total



Es un lugar alucinante”, se limita a decirme Carmen. Mi hermana (la que elegí) ya me había adelantado algo. Se supone que es tan simple como bajar en el metro de Barceloneta y caminar un tanto, pero hay otra forma de llegar: tomar como referencia el Restaurant 7 Portes (léase “portas”) y dar la vuelta, el lugar queda exactamente al otro lado. 

Como si fuesen las dos caras de la moneda, la forma negra y blanca de ver la vida, al otro lado del glamour y la elegancia del 7 Portes (“una vez entré y me alcanzó para pedir una coca cola”), me hallo con el desgarbo, el caos, la superpoblación, la calidez y bulla de La Champanería, un refugio de guiris del norte de Europa y el resto del mundo donde, en medio de gritos, vino y tapas que pasan de un lado para otro, llego a distinguir siete idiomas distintos, incluyendo tres formas distintas de pronunciar el inglés. Una cantidad indeterminada de personas van entrando, entrando, entrando al boliche mientras una cantidad mucho menor va saliendo, desafiando las leyes de la física y la teoría de los espacios personales. Reviso mis bolsillos a cada rato (mientras es posible) y al hacerlo creo que encuentro un par de bolsillos ajenos.

Olor a madera, perfumes del mundo y hedores del inframundo se mezclan con tufo pronunciado en un babel de lenguas distintas. Jamones serranos colgados del techo, bacones secando, cajones de botellas de cerveza en un costado de la pared y al fondo, una tienda de especialidades ibéricas, olivas, atún y fiambres que cierra a las cinco. De esa hora en adelante, sólo se sirven tragos, tapas y sandwiches -perdón, lado equivocado del atlántico: bocatas- de jamón, la variedad de queso que quieras, mortadela y butifarras, que básicamente son chorizos grandes como la vida envueltos en pan sin condimentos. Te pasan chorizo picado y morcilla, además del vino rosado más cutre y dulzón que te puedes imaginar, una especie de espumante que, me advierten después, “comienzas a odiar al otro día, cuando recuerdas lo que pasa después de la segunda botella”. En todo caso sólo nos llegarán copas, una por cabeza, que es lo máximo que el boliche permite a esa hora. Llegas a repartir algo más que eso y este desmadre organizado -porque un orden de filas de entrada y de salida va surgiendo- se vuelve un bar de piratas del siglo XVIII que te puedo estar dedicando la que se arma, que si una fracción de la gente ahí dentro llega a alcoholizarse, al resto los sacas con cucharilla y no bastan los cinco mil Mossos d’Esquadra de Cataluña para arrestar a todo el mundo y su mujer ni para descubrir de qué rincón del Atlas Bruño partió la primera sangre. Aquí la aldea global de McLuhan se puede convertir en el ch’enko total del Papirri.

Después de una butifarra y un bocata de jamón serrano con queso brie, un programador catalán, una pianista boliviana, una master en recursos humanos y un servidor salen del boliche bien masajeados, con algo menos de dignidad pero un poco más para contar. Al abandonar nuestro lugar en el fondo del boliche, un inglés y dos alemanas que sabe Dios a qué mierda se dedican dicen “space! finally some space!” y ocupan los lugares que dejamos al lado del baño, que ha sido ocupado por una joven nórdica que al parecer no piensa salir, hasta que uno de los irlandeses que andaba gritando a nuestro lado la deje de acosar.

De ahí, es un trámite salir pasando otra vez el 7 Portes, que ahora se ve más elegante que nunca, cruzando La Rambla hacia el Barrio del Born. “Madrid tiene dónde seguir creciendo, está en un plano. Barcelona está entre la montaña y el mar”, me dice mi ocasional guía, haciéndome entender que esta ciudad, como la mía, tiene el paradigma de crear espacios donde no los hay. Y la verdad, de donde acabamos de salir, el espacio no es un problema sino una anécdota.